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(Tom y Douglas son hermanos, de 10 y 12 años, respectivamente):
— Tom —dijo Douglas—, prométeme algo, ¿sí?
— Prometido, ¿qué es?
— Eres mi hermano y te odio a veces, pero no te separes de mí, ¿eh?
— ¿Me dejarás entonces que ande contigo y los mayores?
— Bueno... aún eso. Quiero decirte que no desaparezcas, ¿eh? No dejes que te atropelle un coche y no te caigas en algún precipicio.
— ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas?
— Y si ocurre lo peor, y los dos llegamos a ser realmente viejos, de cuarenta o cuarenta y cinco años, podemos comprar una mina de oro en el Oeste, y quedarnos allí, y fumar y tener barba.
— ¡Tener barba, Dios!
— Como te digo. No te separes y que no te pase nada.
— Confía en mí.
— No me preocupas tú —dijo Douglas—, sino el modo como Dios gobierna el mundo.
Tom pensó un momento.
— Bueno, Doug -dijo-, hace lo que puede.
…
Douglas miró por la alta ventana la tierra donde los grillos yacían como higos secos en el lecho de los arroyos, el cielo donde los pájaros giraban hacia el sur al oír el grito de los somorgujos otoñales, y donde los árboles subían en una gran hoguera de color hacia las nubes aceradas. De más allá, del campo, venía el olor de las calabazas que maduraban hacia el cuchillo y sus ojos triangulares y la vela interior. Aquí, en el pueblo, aparecían las primeras bufandas del humo en las chimeneas, y se oía un débil y lejano rumor de hierro: el río de carbón negro y duro que caía en altos y oscuros montículos en los depósitos de los sótanos.
Pero era tarde y estaba haciéndose más tarde.
Douglas en la alta cúpula sobre el pueblo movió la mano.
—¡Desnúdense todos!
Esperó. El viento sopló enfriando los vidrios.
—¡Cepíllense los dientes!
Esperó otra vez.
—Ahora —dijo al fin—, ¡apaguen las luces!
Parpadeó. Y el pueblo apagó sus luces, aquí y allí, somnoliento, mientras el reloj de la alcaldía daba las diez, las diez y media, las once, y la amodorrada medianoche.
—Las últimas horas…allí…allí…
Se tendió en la cama y el pueblo durmió a su alrededor y la cañada estaba en sombras y el lago golpeaba suavemente la orilla, y todos, su familia, sus amigos, los viejos y jóvenes dormían en una calle u otra, en una casa u otra, o en los lejanos cementerios.
Cerró los ojos.
Las albas de junio, los mediodías de julio, las noches de agosto habían terminado, concluido, desapareciendo para siempre, pero quedándose allí, en el interior de la cabeza. Ahora, todo un otoño, un invierno blanco, una primavera fresca y verde para sacar las sumas y totales del verano pasado. Y si olvidaba, allí estaba el vino almacenado en el sótano, numerado de día en día. Iría allí a menudo, miraría el sol de frente hasta que no pudiera mirar más, y luego cerraría los ojos y estudiaría las manchas, las cicatrices que le bailarían en los párpados tibios. Y arreglaría una y otra vez todos los juegos y reflejos hasta que el dibujo se aclarara…
Así, pensando, Douglas se durmió.
Y, durmiendo, dio fin al verano de 1928.
(El vino del estío, de Ray Bradbury, Ediciones Minotauro 2006).
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Ray Bradbury (1920) es un escritor norteamericano de historias de misterio y fantasía. Ha escrito novelas (Fahrenheit 451, Crónicas marcianas, El vino del estío, etc.), colecciones de cuentos (Las doradas manzanas del sol,…), poemas y obras de teatro.
Ha desplegado una amplia actividad en cine y TV (guionista de Moby Dick, por ejemplo, de John Houston). Creó el escenario del pabellón norteamericano en la Feria Mundial de New York de 1964 y colaboró en otros proyectos arquitectónicos.
En 1989 fue nombrado Gran Maestro de la SFWA (Asociación de Autores de Ciencia Ficción) y en 1999 recibió el SF Hall of Fame por toda su carrera.
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Me agradaría leer opiniones sobre Ray Bradbury de aquéllos que le hayan leído.
Al menos como cuentista.
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