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Arqueología del coño
Mi hermano Félix, arqueólogo de profesión, hace expediciones a las islas griegas, y desentierra estatuas de diosas ininteligibles y por lo común mutiladas. El trabajo de arqueólogo, bajo el sol rubio y casi dórico del Egeo, ha ido recalentando a mi hermano Félix, hasta infundirle unas ideas muy poco católicas, de una extravagancia atroz. Afirma que la única mujer verdaderamente deseable es la estatua, porque su quietud o inmovilismo nos evita a los hombres el componente histérico o meramente psicológico que padecen las otras (me refiero a las mujeres de carne y hueso y alma). Este elogio del amor estatuario, que como lucubración podría dar juego y hasta argumento para un tratado de esnobismo, llevado a la práctica puede ocasionar calenturas y disfunciones. De su última expedición arqueológica, Félix se trajo una colección de diosas incompletas, fragmentos de mármol que distribuyó por su jardín, entre macizos de tréboles y arbustos de boj, como meteoros que caen del cielo, agravados por esa concupiscencia pagana que tienen las estatuas. Por las tardes, cuando el crepúsculo incendia los árboles, otorgándoles cierta grandeza de bosque, mi hermano Félix se pasea por el jardín (es un peripatético, sin saberlo) y hace como que se tropieza con esos pedazos de diosa a los que siempre falta un brazo, una pierna o una cabeza, pero nunca el coño. El coño de las estatuas griegas es de una blancura avejentada por el carbono 14, un coño sin pelambrera y, por supuesto, impenetrable. El coño de las estatuas griegas, que mi hermano Félix acaricia con esa veneración de los sacerdotes que ofician una ceremonia sublime, no admite variantes, aunque pertenezca a diosas tan dispares como Afrodita o Démeter. El coño de las estatuas griegas es un pellizco de mármol, una superficie alabeada con una leve depresión entre los labios (en ningún caso un orificio) que mi hermano Félix masturba con su dedo índice, trazando un movimiento circular, parsimonioso, que, día tras día, va erosionando la piedra.
Mientras mi hermano Félix masturba a las estatuas de su jardín, en el Olimpo sonríen las diosas, estremecidas por un cosquilleo que el aire les transmite, risueñas por infringir el sexto mandamiento de una religión bárbara. Los vencejos, en su vuelo rasante, defecan sobre los coños de las estatuas, y la mierda, al contacto con el mármol, se convierte en miel. Eso, al menos, es lo que dice mi hermano, a quien, por cierto, hemos decidido internar en un manicomio. En su jardín abandonado permanecerán los fragmentos de estatua, camuflados entre el follaje y las cagadas de los pájaros, nostálgicos de ese sol rubio y casi dórico que luce sobre el mar Egeo.
(Coños, de Juan Manuel de Prada, Edic. Valdemar, Planeta Maldito)
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